divendres, 2 d’abril del 2010

HIJOS DE UN AMOR IMPOSIBLE


Aquesta és la traducció al castellà de la novel·la més emblemàtica de la literatura valenciana actual. Si no la pots llegir en la llengua original, no te la perdes traduïda.


Si vols fer-ne un tast, ací en tens un paràgraf del capítol 21:

Sergio decidió coger el tren, en vez de esa combinación de taxi y autobús que había pensado en un principio.


—Es más impersonal —dijo.


Sacó el mapa de la bolsa y, siguiendo la línea del ferrocarril, vio que desde Vigo salía un tren de cercanías hacia Baiona y que justamente pasaba cerca de Canido.


—Ya lo tenemos claro —dijo con alegría.


—Cogeremos el tren enseguida, para poder huir cuanto antes. En Vigo, como tendremos que hacer transbordo, haremos la compra y luego cogeremos el tren hacia Canido.


Así lo hicimos. El tren tardó en salir desde Pontevedra veinte minutos. Se me hizo larguísimo, pues pensaba que de un momento a otro nos vendrían a buscar. En Vigo compramos lo que creímos indispensable. Desde un par de mantas hasta insecticida. Compramos mucha comida, sobretodo en conserva y en seco. Cargamos cada uno tres bolsas a rebosar.


El tren de cercanías que cogimos hacia Canido llevaba poca gente. La mayoría eran madres y niños que bajaron en la playa de Samil. No sabías si el tren iba a perder la cola o a descarrilar.


De Canido al pequeño corral que Sergio había encontrado distaba medio kilómetro. Llegamos allí sudando a mares. No nos habíamos encontrado con nadie por el camino. Dejamos las bolsas fuera y descansamos un momento. Aún había pleamar y la teníamos casi debajo de los pies.


—Me encantaría zambullirme —murmuré.


—Porque no querrás —contestó—. Ahora todo el tiempo es nuestro.


Y mientras lo decía, iba quitándose la ropa. El agua estaba fresca. El agua del océano parece que tarda más en calentarse. Nos secamos al sol y enseguida dijo:


—Tendremos que preparar la casa.


—Comamos primero. Estoy muerta de hambre.


Comimos en lo alto del cerro, lleno de pinos. Desde allí se veían unas pequeñas islas; la más grande de ellas era Toralla. Más lejos las Cíes se estiraban como un gusano gigante; a su izquierda, abrigada por el sol del mediodía, dormía la isla de San Martín.


Sergio arrancó dos ramas de pino y barrimos el corral, nuestra casa. Sólo había una telaraña. Por si acaso tapamos el ventanuco que había y echamos spray insecticida, pulverizando el aire y las paredes. Dejamos pasar el tiempo para que hiciese efecto. Como hacía calor volvimos a subir al altozano. Ahora el tiempo ya no contaba, tendríamos más tiempo del que deseábamos. Era un lugar tranquilo que la gente no acostumbraba a visitar. Daba la impresión de que los vecinos sólo miraban el mar como un lugar en el que pescar. Sergio dormía recostando su cabeza sobre mi vientre y yo le acariciaba el cabello. Cuando el sol empezó a alargar las sombras, dijo:


—Vamos, que ya no debe quedar ningún insecto.


Bajamos a casa. Dentro olía a insecticida. Dejamos la puerta y la ventana abiertas durante un rato.


—Ven y nos prepararemos la cama —dijo él—. ¿Ves esta hierba tan suave? Cojamos unos manojos. Nos servirá como lecho, a falta de colchón.


Cogimos mucha y la esparcimos junto a la pared del fondo, muy lisa.


—Trae una manta —me pidió. La extendió sobre la hierba—. Ahora trae el ambientador. —Y pulverizamos el corral.


Una aroma a claveles inundó la casa y ahora parecía más bonita y acogedora. Sergio salió y al cabo de un rato volvió con ramas de pino. Las clavó en la pared entre los huecos que dejaban las piedras y luego fue colgando la ropa y otras cosas.


—Cubriremos las paredes con pósters tan pronto como podamos comprar unas revistas —dijo.


Hacía fresco, allí dentro.


—Ven, María, estrenemos la cama.


Me cogió del brazo y me echó sobre ella. Nos revolcamos y reíamos, pues él me hacía cosquillas y yo tenía muchas; venga a reír.


La hierba terminó nuevamente esparcida por toda la casa y la manta acabó hecha un lío en un rincón. Terminamos desnudos y todo nuestro deseo no lo apagaba el frescor de la casa ni todo el rumor del océano.


Nuestros cabellos terminaron despeinados, revueltos, llenos de hierba, como todo nuestro cuerpo.


—Vamos a lavarnos a la playa —gritó Sergio, que aún jadeaba un poco.


Y sin ponernos los bañadores, pues hubiésemos ofendido a la naturaleza, bajamos al mar, que ahora se había retirado unos metros y había creado como una pequeña cala al abrigo de las rocas. Nos salpicamos y nadamos y abrazábamos nuestros cuerpos mojados y nos besamos los labios que tenían sabor a sal.


Y le dije que me quería quedar a vivir para siempre en este rincón de mar.


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